No he dicho nada y ya estás hablando de lo que he dicho. ¿Te quieres callar? Ya, ya sé que no puedes, que la otra opción es explotar y, claro, no es plan de ponerlo todo perdido, sobre todo a estas horas. Pero no te preocupes por mí, lo digo por lo de explotar, si salpicas no me importará, me imaginaré que te has tirado al mar y me regalas la espuma. No sabes, mi amenaza explosiva, lo que sé de ti. Todo. Bueno, casi todo. O sí, todo. Sé todo lo que quiero saber de ti. El sabio no es aquel que lo sabe todo, sino aquel que sabe todo no de todo, sino de todo lo que quiere saber, que no siempre es todo. No siempre todo es todo. Lo más seguro es que sea casi todo. ¿Lo ves? Sigo sin decir nada.
Tu amenaza cada vez es menos explosiva, te vas desactivando a medida que hablas. ¿Y de qué hablas? Ya lo sabes: estás hablando de lo que he dicho. Pero yo no he dicho nada. Me haces añorar el silencio. A pesar de que a veces te calles, pero es sólo una falsa pausa: es aire, que te falta, y te pones a recogerlo, a encerrarlo en ti, condenándolo a tu encierro, y así este aire se reencierra en ti, pues ya estaba encerrado antes de entrar en ti.
Si no he dicho nada, ¿por qué sigues hablando de lo que he dicho? Ya, que no es que no quieras, sino que no puedes. ¿Vas a hablarme de ti? Pero lo sé todo. Haré como si no supiera nada, como quien lee las noticias en el periódico de ayer como si acabasen de ocurrir. A que no te conozco. A que me importas. A que te prefiero al silencio. Puedo jugar contigo a todo eso. ¿Eso quieres? Pues empecemos.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
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