Yo al principio le dije que no, que me gustaba la lluvia, que eran unas gotas de nada. Apenas lo dije, las gotas se convirtieron en cubos de agua que alguien parecía lanzar sobre nosotros. Y me gusta la lluvia, pero sin abusar.
Ese paraguas le puso un mismo sombrero a nuestro deseo. Yo era algo más alto y ella tenía que alzar incómodamente su brazo para no darme con el paraguas en la cabeza. Yo me agachaba un poco, pero no conseguía dar más de dos pasos seguidos sin toparme con él. Miró mi brazo y luego el paraguas. Lo agarré y ella hizo lo mismo con mi brazo. Me pareció estar rozando todo su cuerpo: su cuello, sus hombros, sus brazos, sus manos, su pecho, su vientre, su cintura, su sexo, sus piernas, sus pies, su pelo y su cara. Se agarraba con seguridad a mi brazo, con más confianza que fuerza. Hasta pude sentir cada vez que inspiraba y espiraba.
Aquel callejón que tomamos era para mí una avenida, podía acariciarla tantas veces en tan poco espacio que la calle se hacía más larga a cada paso.
Caminábamos rápido, pues los cubos de agua seguían cayendo contra aquel sombrero del deseo. Ella me iba diciendo de dónde era y dónde había vivido, y no se limitaba a enumerar lugares, sino que, agarrada a mi brazo, empezó a contarme parte de su vida. Seguro que, sin yo pedírselo, detectó mis ganas de escucharla, escucharla nada más.
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