No tardemos más, que seguro que ya ha empezado.
La voz venía del grupo de gente con la que salimos, que iban ya bastantes pasos más por delante de nosotros. Pero ella apenas pestañeó. Iba contándome su vida mientras me miraba a los ojos fijamente, abriéndolos mucho, como queriéndome decir: ¿lo ves?, es verdad, mis ojos no mienten.
Yo me preguntaba por dentro si siempre hablaba así o sólo era conmigo. Tan sólo me daba tiempo de hacer algún gesto con mis labios a modo de asentimiento, de respuesta callada a sus palabras.
Cuando vio que el otro grupo ya había llegado y estaba esperándonos...
Bueno, ya casi llegamos.
Sí, una lástima.
Y ella me miró con un solo ojo por un instante y sonreímos.
Aquella tarde la noche tardó menos en liberarnos de nuestras obligaciones. Quedamos en el campus, en la parada de bus que estaba más cerca de la facultad. Quedamos justo a esa hora en que el cielo enrojece. Mientras esperábamos el bus se hizo de noche del todo. Hasta entonces no habíamos hablado. Bueno, sí. No hablar, sino decir que es jueves al fin, que van ya seis minutos, siete ya, y que el bus no llega. Que ya empieza a hacer frío, sobre todo de noche. A eso se le llama hablar, pero es sólo por falta de otra palabra mejor. Pero eso no es hablar, no.
No destacaba sobre el resto, si no fuera porque no sabía nada de ella. De los demás algo conocía, aunque sólo fuera su nombre. Pero de ella no sabía nada. Nos habíamos visto varias veces camino de la facultad. Nos veíamos porque nos atravesábamos justo ahí donde teníamos puesta la mirada, pero no nos seguíamos la pista, ni adivinábamos nuestros horarios. Pero sí, nos habíamos visto varias veces, en realidad muchas veces como para no habernos dicho nada, demasiadas veces como para no saber cómo nos llamábamos.
Para poder nombrarla y no olvidarla, cuando la vi esperando el bus con los demás, cuando entendí que también ella venía con el grupo, la llamé la chica del flequillo y los ojos grandes.
Y por eso, porque ya nos habíamos visto muchas veces, no nos saludamos ni nos presentamos mientras esperábamos el bus. Sí lo hicimos con todos los demás, pero nosotros nos quedamos mirándonos un poco más, no mucho, como pensando: mira, si es él; mira, si es ella; qué bien; qué bien.
martes, 14 de septiembre de 2010
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Aquel sombrero del deseo
La ciudad se hizo más grande de repente. El resto de gente con la que salía se volvió pequeñita, como figurantes de una maqueta a escala muy reducida. Yo regresé a ese instante, a ese lugar que se desprende de nosotros a medida que crecemos. Y ese paraguas nos ayudó bastante.
Yo al principio le dije que no, que me gustaba la lluvia, que eran unas gotas de nada. Apenas lo dije, las gotas se convirtieron en cubos de agua que alguien parecía lanzar sobre nosotros. Y me gusta la lluvia, pero sin abusar.
Ese paraguas le puso un mismo sombrero a nuestro deseo. Yo era algo más alto y ella tenía que alzar incómodamente su brazo para no darme con el paraguas en la cabeza. Yo me agachaba un poco, pero no conseguía dar más de dos pasos seguidos sin toparme con él. Miró mi brazo y luego el paraguas. Lo agarré y ella hizo lo mismo con mi brazo. Me pareció estar rozando todo su cuerpo: su cuello, sus hombros, sus brazos, sus manos, su pecho, su vientre, su cintura, su sexo, sus piernas, sus pies, su pelo y su cara. Se agarraba con seguridad a mi brazo, con más confianza que fuerza. Hasta pude sentir cada vez que inspiraba y espiraba.
Aquel callejón que tomamos era para mí una avenida, podía acariciarla tantas veces en tan poco espacio que la calle se hacía más larga a cada paso.
Caminábamos rápido, pues los cubos de agua seguían cayendo contra aquel sombrero del deseo. Ella me iba diciendo de dónde era y dónde había vivido, y no se limitaba a enumerar lugares, sino que, agarrada a mi brazo, empezó a contarme parte de su vida. Seguro que, sin yo pedírselo, detectó mis ganas de escucharla, escucharla nada más.
Yo al principio le dije que no, que me gustaba la lluvia, que eran unas gotas de nada. Apenas lo dije, las gotas se convirtieron en cubos de agua que alguien parecía lanzar sobre nosotros. Y me gusta la lluvia, pero sin abusar.
Ese paraguas le puso un mismo sombrero a nuestro deseo. Yo era algo más alto y ella tenía que alzar incómodamente su brazo para no darme con el paraguas en la cabeza. Yo me agachaba un poco, pero no conseguía dar más de dos pasos seguidos sin toparme con él. Miró mi brazo y luego el paraguas. Lo agarré y ella hizo lo mismo con mi brazo. Me pareció estar rozando todo su cuerpo: su cuello, sus hombros, sus brazos, sus manos, su pecho, su vientre, su cintura, su sexo, sus piernas, sus pies, su pelo y su cara. Se agarraba con seguridad a mi brazo, con más confianza que fuerza. Hasta pude sentir cada vez que inspiraba y espiraba.
Aquel callejón que tomamos era para mí una avenida, podía acariciarla tantas veces en tan poco espacio que la calle se hacía más larga a cada paso.
Caminábamos rápido, pues los cubos de agua seguían cayendo contra aquel sombrero del deseo. Ella me iba diciendo de dónde era y dónde había vivido, y no se limitaba a enumerar lugares, sino que, agarrada a mi brazo, empezó a contarme parte de su vida. Seguro que, sin yo pedírselo, detectó mis ganas de escucharla, escucharla nada más.
martes, 7 de septiembre de 2010
No me acuerdo, no quiero acordarme
No me acuerdo, no quiero acordarme. Quiero decir que decir mi nombre es poner mi firma, responsabilizarme de todos los hechos de mi pasado. Es volver a traerlos de nuevo aquí: amarillentos, arrugados, pesados.
Y no quiero acordarme, pero me acuerdo igual.
Miguel.
Bajábamos del bus en esa parada. Al otro lado de la manzana había un local de karaoke, pero eso lo sabríamos después. Ahora teníamos que desandar parte del trayecto recorrido por el bus y tomar una de las calles que daban a la plaza.
Yo, Carolina.
Dije hola después de que me dijera su nombre. Yo le dije el mío antes, justo cuando salíamos del bus. Ella ya había salido y yo me esforzaba por fijarme bien en dónde había puesto sus pies para no pisarla o tropezar con ella.
Y además, llovía. ¿No lo había dicho ya? Ah, pues no. A quienes nos gusta la lluvia no lo decimos así a lo primero, no hacemos como quienes les molesta, que siempre están con el mira como llueve en la boca, como si en vez de agua fuera otra cosa.
Sus pies eran de tamaño normal y no había nadie cerca de ella, así que tenía suficiente espacio libre para saltar del bus sin tener que pisarla. No era un problema de espacio. Me acuerdo que era yo, que había ido todo el rato en el bus imaginando cómo sería su forma de caminar. Había puesto toda mi atención en sus pies y, claro, me parecían enormes.
Y además, llovía. ¿No lo había dicho ya? Ah, pues sí. Por eso ella sostenía el paraguas abierto sobre su cabeza. Pasado el tiempo me convencí de que era un paraguas como otro cualquiera, pero esa noche de lluvia me parecía el paraguas más extraño que nunca había visto: con interminables trozos de tela que se movían en todas las direcciones y que a ratos me dejaban ver su rostro y a ratos me lo ocultaban. Un endemoniado paraguas.
Claro que si he dicho que me gusta la lluvia lo lógico es que yo no llevara paraguas. Y, por esta vez, fui lógico y salí a la calle sin paraguas.
Ella, paraguas en mano, esperando al lado del bus a que yo bajase. Después de decirme su nombre yo le digo hola como queriendo volver al año cero. Y no llevo paraguas. ¿Un problema? Puede.
Y no quiero acordarme, pero me acuerdo igual.
Miguel.
Bajábamos del bus en esa parada. Al otro lado de la manzana había un local de karaoke, pero eso lo sabríamos después. Ahora teníamos que desandar parte del trayecto recorrido por el bus y tomar una de las calles que daban a la plaza.
Yo, Carolina.
Dije hola después de que me dijera su nombre. Yo le dije el mío antes, justo cuando salíamos del bus. Ella ya había salido y yo me esforzaba por fijarme bien en dónde había puesto sus pies para no pisarla o tropezar con ella.
Y además, llovía. ¿No lo había dicho ya? Ah, pues no. A quienes nos gusta la lluvia no lo decimos así a lo primero, no hacemos como quienes les molesta, que siempre están con el mira como llueve en la boca, como si en vez de agua fuera otra cosa.
Sus pies eran de tamaño normal y no había nadie cerca de ella, así que tenía suficiente espacio libre para saltar del bus sin tener que pisarla. No era un problema de espacio. Me acuerdo que era yo, que había ido todo el rato en el bus imaginando cómo sería su forma de caminar. Había puesto toda mi atención en sus pies y, claro, me parecían enormes.
Y además, llovía. ¿No lo había dicho ya? Ah, pues sí. Por eso ella sostenía el paraguas abierto sobre su cabeza. Pasado el tiempo me convencí de que era un paraguas como otro cualquiera, pero esa noche de lluvia me parecía el paraguas más extraño que nunca había visto: con interminables trozos de tela que se movían en todas las direcciones y que a ratos me dejaban ver su rostro y a ratos me lo ocultaban. Un endemoniado paraguas.
Claro que si he dicho que me gusta la lluvia lo lógico es que yo no llevara paraguas. Y, por esta vez, fui lógico y salí a la calle sin paraguas.
Ella, paraguas en mano, esperando al lado del bus a que yo bajase. Después de decirme su nombre yo le digo hola como queriendo volver al año cero. Y no llevo paraguas. ¿Un problema? Puede.
jueves, 2 de septiembre de 2010
Antes de venir aquí
¿Te acuerdas antes de venir aquí?
Sí. El mar.
A ti te daba más miedo que a mí, y yo te agarraba fuerte de las manos. ¿Qué habrá debajo, qué habrá debajo? Entonces me escondía y te tocaba el culo. Tú te reías, pero salías con la cara roja de la vergüenza. Íbamos al mar, nos servía para ocultar en él nuestros juegos. Como un enorme cofre de tesoros.
Sí, claro que me acuerdo, que justo el día antes de venir nos fuimos de noche. ¡Qué frío pasamos! No era frío, más bien que nos pusimos tristes.
Pero tú más.
Bueno, tú es que escondes hasta las lágrimas, siempre haces igual: te pones tus gafas de sol aunque sea de noche. A ti cuando lloras, en vez de lágrimas, te salen de los ojos unas enormes gafas negras.
Sí, siempre las llevo conmigo, por si acaso.
Oye, ¿vas a presentarte entonces?
¿Lo dices en serio?
Por supuesto, muy en serio. Recuerda: ya empezó el juego. Y yo no te conozco, así que preséntate.
Vale, pero después de ti.
De acuerdo, pero si te quitas esas gafas horrorosas de una vez.
Bueno, pero si me prometes que vas a decir algo y no te vas a poner a hablar y a hablar sin decir nada.
Anda, mira quién habla.
Vamos, que es mentira.
Pues sí.
Pues no.
¡Ay!, ¿podemos empezar el juego?
Él se quitó las gafas al mismo tiempo que ella le pasaba una mano por la mejilla.
Hola, mi nombre es...
Sí. El mar.
A ti te daba más miedo que a mí, y yo te agarraba fuerte de las manos. ¿Qué habrá debajo, qué habrá debajo? Entonces me escondía y te tocaba el culo. Tú te reías, pero salías con la cara roja de la vergüenza. Íbamos al mar, nos servía para ocultar en él nuestros juegos. Como un enorme cofre de tesoros.
Sí, claro que me acuerdo, que justo el día antes de venir nos fuimos de noche. ¡Qué frío pasamos! No era frío, más bien que nos pusimos tristes.
Pero tú más.
Bueno, tú es que escondes hasta las lágrimas, siempre haces igual: te pones tus gafas de sol aunque sea de noche. A ti cuando lloras, en vez de lágrimas, te salen de los ojos unas enormes gafas negras.
Sí, siempre las llevo conmigo, por si acaso.
Oye, ¿vas a presentarte entonces?
¿Lo dices en serio?
Por supuesto, muy en serio. Recuerda: ya empezó el juego. Y yo no te conozco, así que preséntate.
Vale, pero después de ti.
De acuerdo, pero si te quitas esas gafas horrorosas de una vez.
Bueno, pero si me prometes que vas a decir algo y no te vas a poner a hablar y a hablar sin decir nada.
Anda, mira quién habla.
Vamos, que es mentira.
Pues sí.
Pues no.
¡Ay!, ¿podemos empezar el juego?
Él se quitó las gafas al mismo tiempo que ella le pasaba una mano por la mejilla.
Hola, mi nombre es...
miércoles, 1 de septiembre de 2010
No he dicho nada
No he dicho nada y ya estás hablando de lo que he dicho. ¿Te quieres callar? Ya, ya sé que no puedes, que la otra opción es explotar y, claro, no es plan de ponerlo todo perdido, sobre todo a estas horas. Pero no te preocupes por mí, lo digo por lo de explotar, si salpicas no me importará, me imaginaré que te has tirado al mar y me regalas la espuma. No sabes, mi amenaza explosiva, lo que sé de ti. Todo. Bueno, casi todo. O sí, todo. Sé todo lo que quiero saber de ti. El sabio no es aquel que lo sabe todo, sino aquel que sabe todo no de todo, sino de todo lo que quiere saber, que no siempre es todo. No siempre todo es todo. Lo más seguro es que sea casi todo. ¿Lo ves? Sigo sin decir nada.
Tu amenaza cada vez es menos explosiva, te vas desactivando a medida que hablas. ¿Y de qué hablas? Ya lo sabes: estás hablando de lo que he dicho. Pero yo no he dicho nada. Me haces añorar el silencio. A pesar de que a veces te calles, pero es sólo una falsa pausa: es aire, que te falta, y te pones a recogerlo, a encerrarlo en ti, condenándolo a tu encierro, y así este aire se reencierra en ti, pues ya estaba encerrado antes de entrar en ti.
Si no he dicho nada, ¿por qué sigues hablando de lo que he dicho? Ya, que no es que no quieras, sino que no puedes. ¿Vas a hablarme de ti? Pero lo sé todo. Haré como si no supiera nada, como quien lee las noticias en el periódico de ayer como si acabasen de ocurrir. A que no te conozco. A que me importas. A que te prefiero al silencio. Puedo jugar contigo a todo eso. ¿Eso quieres? Pues empecemos.
Tu amenaza cada vez es menos explosiva, te vas desactivando a medida que hablas. ¿Y de qué hablas? Ya lo sabes: estás hablando de lo que he dicho. Pero yo no he dicho nada. Me haces añorar el silencio. A pesar de que a veces te calles, pero es sólo una falsa pausa: es aire, que te falta, y te pones a recogerlo, a encerrarlo en ti, condenándolo a tu encierro, y así este aire se reencierra en ti, pues ya estaba encerrado antes de entrar en ti.
Si no he dicho nada, ¿por qué sigues hablando de lo que he dicho? Ya, que no es que no quieras, sino que no puedes. ¿Vas a hablarme de ti? Pero lo sé todo. Haré como si no supiera nada, como quien lee las noticias en el periódico de ayer como si acabasen de ocurrir. A que no te conozco. A que me importas. A que te prefiero al silencio. Puedo jugar contigo a todo eso. ¿Eso quieres? Pues empecemos.
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